Quince minutos -Capitulo XIV- La pérdida
Puede que un hipotético espectador o lector –tú, trozo de idiota–, haya
terminado sintiendo una injustificable cercanía hacia mi persona. Es
comprensible tras el bombardeo de frases hechas, menciones a sitios
donde casi estuviste y citas de cosas que tú y yo sabemos. ¿Debería
felicitarme por ello? ¿Por conseguir el qué de ti?, ¿tu atención
primero, tu perdón después? Que te jodan. No me hace falta ni una cosa
ni la otra. Así que antes de que empieces a sentir pena penita pena
porque un idiota me apunta con un arma –de esto me ocuparé en seguida–,
quiero que vuelvas conmigo a darle un vistazo al pasado. Queda alguna
cosa que quiero explicarte, vamos juntos a ese momento de la historia en
que el mundo que conocí en mi juventud, en mi primera forzada madurez,
está colapsando.
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El ángel 001-2023 |
Confirmado: El futuro hace tiempo ya que nos está cayendo encima. Hemos
vivido quemando aditivos e ilusión como combustible hasta que ambos se
acabaron y nos precipitamos al vacío que nos espera allá abajo. He sido
más afortunado que los demás, no he cabalgado hasta la tumba, ni hasta
Carabanchel a lomos de un corcel desbocado y mi precoz tacañería me ha
proporcionado un cierto colchón económico. En este último verano –que
nadie sabe que lo es– hay trabajo y yo lo aprovecho. Giro por la
península, montando y desmontando en un viaje sin fin. Hace mucho tiempo
que no regreso a la ciudad que podía haber llamado casa y la capital
nunca será un hogar para mí. Aunque llevo ya… ¡siete años!, rondando por
aquí.
–Siete años, esa es la vida de un grupo, desde que comienza hasta que desaparece.
–No creo que se pueda contar así, que sea una cantidad tan fácil de medir.
–Los Stones llevan más tiempo.
–Llevan mucho más tiempo sin hacer un disco realmente bueno… o medianamente bueno y me da igual como me mires, es así y punto.
–La gente se quema.
–Su público abandona.
–Al final tienes que buscar un trabajo de verdad, no hay otra.
Esto último no sé si refiere a la hipotética banda de la que estamos
hablando o a nosotros mismos –un grupo de tipos vestidos de negro que en
el pasado hubiésemos sido llamados tramoyistas– encaramados a doce
metros de altura, manipulando focos que siempre parecen un poco más
pesados de lo que sería seguro manejar a esta altura. Estamos aquí,
sentados como grajos, porque como siempre hay prisa y es más rápido
subir aquí arriba, al puente, que hacer descender la parrilla entera a
nivel de tierra para ajustar el peine. Solo es cuestión de tiempo que
alguien acabe estrellándose allí abajo. Hace tiempo que pienso en ello,
pero continúo un poco más.
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que este mundo –el del
espectáculo– no es demasiado agradable, es una extraña mezcla de
ilusiones perdidas, infántilismo y estallidos de euforia. Si continúo es
porque, aunque solo soy un bufón en esta corte, al menos tengo un
papel; todo lo demás me asusta. No sé si es verdad o mentira, pero suena
bien, desde mi torre ilumino el mundo de allá abajo –no, esto no me
gusta–. Quizá solo sea un bufón en esta corte, pero al menos conozco mi
papel.
–Jefe, ¿Gordo? Despierta.
–Estoy despierto.
–Una mierda estás despierto. En cuanto te pones a tatarear tu mente se pira a otro lugar.
Es verdad, no puedo negarlo. Quizás sea un bufón en esta corte... Suena a
¿Dylan?, ¿qué Dylan? No es lo suficiente surrealista para muchos Bob’s,
se entiende demasiado. Voz de pegamento y arena, parece mentira, pero
funciona. No sé si alegrarme o santiguarme, pero es lo que es. Fantaseo
con vivir en una comedia musical, una zarzuela eléctrica, una ópera
rock. Ser consciente de la letra y la música de la vida en una canción,
fumarme la vida, dejar detrás mío un rock... ¡Mierda! Hoy mis
pensamientos flotan. Acabaré desparramándome.
Puede que ahora mismo, pero no desde el punto más alto de un escenario
sino desde la moto. He tomado demasiado deprisa la calle de la derecha,
nada solo una pizca, pero he sentido el sabor de la velocidad. Con la
motocicleta un poco más inclinada de lo habitual miro hacia la acera,
con una parte de mi mente –con esa parte que está colocada y que
últimamente parece estar siempre al mando– esperando una multitud
rugiente que aplauda mi hazaña –para que veas como estoy de ido, de solo
y hambriento de aplausos, de miradas de reconocimiento–. La acera es
ancha, hay mucha gente entrando, saliendo, esperando frente a lo que me
parece un ambulatorio, un centro asistencial, algo así. Hace muy poco
traje a un chaval de la cuadrilla a que se mirase lo que resultó ser una
distensión, ni siquiera lo recuerdo bien, solo como una oportunidad de
escaquearme un rato del montaje y cambiarlo por la comodidad de un taxi y
una sala de espera. Todas esas gentes que pueblan el chaflán me ignoran
a mí y mis hazañas motociclistas –¡joder!, de entrada, no existen–.
Todas menos una cara que me mira con reconocimiento y una tristeza
inmensa. Es Teresa. Su cara ha perdido toda la carne y con ella el gesto
de eterna esperanza y alegría.
Hace mucho que no sé de ella. Aquella fiesta de cumpleaños fue la última
fiesta de cumpleaños. No hace falta que me explique nada, no necesito
conocer ningún detalle. Este Madrid, este país, el mundo, está poblado
de rostros como el suyo, nadie hace nada, solo miran hacia otro lado y
aprietan más el bolso, el monedero contra el cuerpo. Enderezo la
motocicleta y consigo meterla entre dos coches aparcados treinta,
cuarenta metros después y la dejo aparcada sobre la acera entre otras
muchas, cuelgo el casco de la cadena y retrocedo hacia la esquina
buscando su rostro sobre un cuerpo largo como una caña, pero ya no está
en la acera. Miro arriba y abajo, al frente, detrás mío, al cielo, no
miro en mis bolsillos porque es imposible.
No quiero rendirme así que entro en el hospital, casa de socorro, lo que
coño sea y vago como alma en pena por las plantas, por los pasillos y
las salas de esperas ignorado por todos, ignorándome a mí mismo. Hasta
que me canso y me siento en una silla vacía frente a una puerta con un
rotulo que pone dermatología cinco. Es entonces cuando me pregunto qué
hago aquí, qué espero, qué papel me quiero otorgar en esta tragedia.
Recuerdo cuando era niño y le rezaba a Dios pidiéndole que me pusiera en
la situación en que yo fuera necesario, decisivo, heroico y pudiese
purgar de una tacada, el precio, el castigo de ser yo. La puerta
dermatológica cinco se abre y una mujer, que podría ser un médico por su
atuendo y la tablilla que lleva en la mano, me interpela:
–¿Felipe Spada, Joaquín? ¿Es Usted?
–No, no lo soy –me veo obligado a contestar.
–¿Cuál es su nombre?
Y mientras ella mira el papel sujeto a la tablilla buscando en la lista
quién le falta, además del tal Joaquín, yo intento recordar cuál es mi
nombre y por qué renuncié con tanta facilidad a él a cambio del de
Gordo, que es ligeramente denigrante en esta sociedad en que vivo. No
tengo ninguna respuesta que no se pueda usar como letra de una canción.
–Perdí mi nombre. Voy a buscarlo.
La doctora –o enfermera, o secretaria-recepcionista, o alucinación– me
ve marcharme sin la menor sorpresa, vuelve a echar un vistazo a la sala
vacía y cierra despacio la puerta y se prepara para volver a casa,
mientras yo regreso a la calle, a mi motocicleta y con ella a casa, al
trabajo, pero podría ser ir a cualquier otro sitio, porque siento que ya
solo me queda dejar pasar el tiempo. Y cada día abro los ojos y
encuentro el mismo mañana esperándome, porque el tiempo, mi tiempo se ha
detenido, y aunque no sé por qué espero, en la semioscuridad del
backstage a que comience el espectáculo principal del que soy servidor y
esclavo. Espero, espero, espero la señal. Y esta llega.
–Estoy muy contento de estar aquí otra vez con vosotros –Afirma Jota.
El público ruge. Bueno, más o menos. Este público es muy modosito, ha
conseguido en un concurso las entradas para asistir a la grabación del
especial de navidad –que se graba a principios de diciembre–. El
realizador no quiere ningún error y ha instalado rótulos luminosos a
ambos lados del escenario que se iluminan demandando aplausos o silencio
cuando él considera que es necesario. Singularmente la música es en
directo. Es un show televisivo de calidad. Las celebridades interpretan
sus éxitos y novedades acompañados por la orquesta de la cadena. Solo lo
mejor para nuestro querido público, sea cual sea este y su estado
etílico en el momento que se produzca la primera emisión. Hay que pensar
que al día siguiente durante la plácida tarde volverá a ser emitido y
tendrá también una gran audiencia, una audiencia con más espíritu
crítico. Las filmaciones irán a parar al archivo como documento gráfico
de quienes éramos y quienes quisimos y no pudimos ser.
No he seguido la carrera de Javier, su paso por las Américas más que de
refilón. El éxito masivo le continúa resultando esquivo. Es bocado para
paladar exigente, invitado de lujo en grabaciones de otros, opinador
consultado sobre todo. Ha tenido un número uno, brutal, excesivo, pero
no interpretado por él, sino por un tipo que nunca había versionado a
nadie que no fueran poetas fallecidos, preferentemente fusilados. Cuando
uno de los popes eternos, incuestionables y
combativos de eso que se da a llamar la canción de autor canta una
tonada tuya sin duda ya tiene la suficiente legitimidad para proclamar:
–Quisiera verme como un poeta eléctrico.
Escuchar otra vez por su boca una de mis frases, mis elucubraciones, no
aumenta mi antipatía hacia él, esta es tan grande que cubre todo el
horizonte de acontecimientos de nuestra imposible y lejana relación. Le
escucho soltando perlas de sabiduría, no sé cuánto es realmente fruto de
su ingenio y cuanto es mal traído de otros. Hay una voz en el fondo de
mi tarro que me dice que no importa, porque ¿no es toda obra artística
la evolución de otra? Si sorprendo una frase, un giro en una
conversación en el metro, si robo un sentimiento que no es mío y lo
llevo a una canción, ¿no es un plagio también? ¿Es la mirada del artista
la que crea el arte? Se acepta así. Es el artista el que con su mirada
transforma una taza de WC en un bibelot.
Otra voz en mi cabeza me dice que el tipo que dijo que su mirada era
capaz de hacer eso sabía muy poco de fontanería, si no no vería algo en
lo que no hay. La mirada del artista es ignorante.
–¡Gordo! Todavía ruedas por el mundo.
Me giro. La estrella en persona ha detenido su camino entre los
camerinos y el escenario para dirigirse a mí, para tenderme la mano, por
un segundo dudo entre aceptarla o golpearle con el rollo de cable XLR,
enfundado en aislante de primerísima calidad, grueso y negro, que llevo
en la mano, pero a estas alturas ya sabes que recurro a la violencia
solo irreflexivamente y ante provocaciones más primarias, infantiles. Si
me da tiempo a pensar no levanto los brazos.
–Solo me dejo llevar.
Le digo mientras acepto su mano. Su cara dibuja una gran sonrisa que me
parece irónica, desagradable, mientras agita mi mano arriba y abajo. Va
acompañado de una reducida guardia: una chica de producción, un tipo de
traje sin corbata que pide y pide y una chica más, esta alta y de ojos
enormes, que no puede evitar mirar alrededor fascinada. Examino a
Javier, mientras ejecuta para este reducido grupo su número de soy
consciente de mis raíces, no olvido de donde vengo y ni el tiempo, ni la
fama, ni la pasta, ni vuestra adoración podrá cambiar esto. Es un
número bastante largo. Por debajo, en la retroscena de nuestra
conversación, de su monólogo, hay como siempre un desafío, una venganza,
un deseo de ponerme en mi sitio, que será el que él decida.
–Conozco a Gordo desde el principio. ¿No es así Gordo?
–Desde el puto Big Bang.
–Así es.
Cuenta anécdotas estúpidas y falsas sobre ello, desafiándome con la
mirada y una sonrisa cruel de dientes apretados a que le contradiga,
pero yo solo asiento y sonrío mientras mis manos recogen más y más
cable. Miro a la muchacha, no se parece nada a Teresa y a la vez es
exactamente ella. Como si fueran hermanas, una sonrisa como toda defensa
ante el mundo. Sonrisa que se hace más falsa y más grande cuando dejo
demasiado tiempo mi mirada en la suya. La chica de producción interrumpe
suavemente la conversación, Javier acaba el chiste, me vuelve a saludar
y sigue su camino. Yo continúo recogiendo cable. Me siento vacío, mis
manos han perdido toda la fuerza, son algo flácido al final de mis
brazos. No quiero engañarme: todo ha sido nada. Escogí un camino que
llevaba a ninguna parte, tengo el corazón encogido. Intento poner en
frases lo que siento, dar palabras a mi desconsuelo. Solo me salen
frases que podrían ser versos, versos que podrían ser canciones.
Canciones que nadie escuchará nunca. ¿Hay alguien más que se sienta así?
¿Tú también estás buscando respuestas en los surcos de los discos? No
está mal, un poco antigualla, pronto ya solo tendrán discos los snobs.
La música llega desde el escenario, se detiene. Hay un problema de
iluminación y tengo que mover la cuadrilla en una dirección y luego en
otra. Un foco es sustituido, una línea tiene que ser desplegada hacia el
grupo electrógeno de respaldo, un ruidoso armatoste aparcado en el
exterior del estudio, lejos del insonorizado ambiente interior. Yo mismo
me cargo al hombro el cable y cojo el pesado balastro con una mano
alimentando mi leyenda y de paso huyendo un rato del plató hacia el
exterior.
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Telefónica 2023 - 002 |
Miro el cielo, hace días que está así, tan cansado y aburrido como yo,
incapaz de decidirse entre llover o dejar pasar el sol. Envidio a
Javier, le envidio profundamente; ha conseguido, está consiguiendo,
aquello que se proponía, recibiendo todas esas dosis de atención y
reconocimiento que yo siempre he deseado, que me he negado a aceptar que
deseaba.
Quizá ya solo me quede asumir que no hay nada de esto para mí, que no lo
merecía o sí, pero no importa, porque la vida no es justa, ni siquiera
larga o comprensible, que debo conformarme con lo que tengo, olvidar mi
pretensión de ser un creador, conformarme con ser un espectador,
conformarme con ser nada. Enciendo un petardo que llevo apagado en el
bolsillo y le doy un par de caladas ansiosas, aprovechando la soledad
del patio. Decido no pensar más en ello, dejar de sentir pena de mí
mismo, al fin y al cabo, estoy vivo, tengo un dinero, soy un jefecillo
de esta movida, la obra de millones de músicos se perdió antes de la
mía. ¡Joder!, antes no había discos.
Estoy ciego. Guay. La mota hace milagros.
Puede que el día no esté muy claro, pero siempre lo estará más que tras
las bambalinas cuando ya se ha alzado el peine. Dentro del estudio me
guio por la música, allí al frente, suena algo que me resulta conocido.
Todo te puede resultar conocido, siempre se te cuela un
cuarta–quinta–tónica o tónica–relativa menor. Todo puede resultar nuevo
cuando combinas dos cosas sencillas. Me detengo. Definitivamente
reconozco lo que escucho. Mierda, lo ha vuelto a hacer. Eso que rasguea
es Ladrón de Discos, no hay duda, el arreglo
orquestal es más elaborado, ¡qué coño! nunca tuvo arreglo más que en mi
cabeza, pero lo es... ¡Calla, escucha!
Ha cambiado la letra, ¿es mejor canción?, no demasiado. La tercera
estrofa es toda suya. Es blandengue, como todas sus mierdas. Nunca
llegué a la tercera estrofa. Ladrón de Discos
todavía dormita en mi libreta, esperando su momento. Mi libreta, mis
libretas, un ejército alineado en su cajón, en casa. No creo que Javier
sepa donde vivo, ni que le interese. Nunca ha aparecido por uno de mis
bolos, desde, ¡joder! BB todavía estaba vivo y Ladrón de Discos no existía más que como un recuerdo infantil.
Estoy furioso, todo lo desvalido que me sentía antes se ha transformado
en otra cosa. Tengo ganas de subir al escenario, coger a Javier de la
pechera, zarandearlo, gritarle delante de todo el mundo, avergonzarlo
por sus sisas continuas, exigiéndole que devuelva todo lo que no es
suyo. Que me devuelva mis versos, la sonrisa de Teresa; la dignidad de
su madre, mi jodido JCM800, la batería de Parches... todas esas cosas
que sé que se ha llevado y todas las otras que no lo sé, pero seguro.
Que todos vean su ser primordial y luego arrojarlo al foso de la
orquesta.
Quedaría como un imbécil. Le aman. Les ciegan sus poses, el eco de sus
supuestas vivencias reflejadas en sus canciones. El público ha decidido
amar a Javier o al menos darle el beneficio de la duda. Respiro, intento
apaciguar mi furia, asfixiarla, cada día es más difícil controlarla, sé
que al final explotará contra alguien, si no que contra mí mismo.
–Gordo, ¿no hay luz en los camerinos? –me pregunta uno de los edecanes del realizador.
–¿Eso debería preocuparme?
–Ya sé que no, pero envía alguien a echar un vistazo, por favor, no
encuentro a nadie de mantenimiento. Así producción dejará de calentarme
la cabeza.
Es un buen tipo, yo también lo soy, le digo que ya me ocupo, tengo la
cuadrilla distribuida y decido hacerlo yo mismo, huir de la primera
línea. ¿Cuánto tiempo llevo haciéndolo? Los camerinos se abren a lado y
lado de un pasillo de plafones. Se escuchan risas nerviosas y alguna
interjección. Maquillaje retoca a un showman vasco de voz gruesa en el
diminuto hall, donde normalmente los intérpretes, mientras esperan,
beben agua mineral y observan en un televisor el desarrollo del show.
Enciendo mi frontal y recorro el pasillo siguiendo con el delgado rayo
de luz el recorrido de los cables que reposan en bandejas que cuelgan
del techo. No tengo ni idea de cómo es la instalación, pero no debe
tener ningún secreto, en alguna parte encontraré un diferencial, un
magneto, que habrá saltado. El fondo del pasillo tuerce a la izquierda y
se transforma en un cul-de-sac que se ha
utilizado como almacén informal de lo que no sé describir más que como
basura. Jodida basura amontonada que me tengo que entretener en retirar
hasta conseguir acceder a un gran cuadro eléctrico protegido por una
cubierta transparente. En el centro localizo una hilera de
interruptores, tras su propia cubierta, que sobresale sobre el conjunto,
hay dos descansando en su posición inferior, los levanto y con un clic
la luz vuelve. Un murmullo de alivio recorre el pasillo antes de
transformarse en un suspiro de decepción cuando con un clac vuelven a
saltar y la oscuridad gana la batalla. Sobre el resalte de la caja de
interruptores hay unos cuantos fusibles huérfanos, me imagino porque
están aquí. Desenrosco los instalados –noto en mis manos que están
calientes, casi queman– y los cambio antes de volver a armar los
interruptores. La luz regresa seguida de un silencio expectante y a
continuación de un tímido, humorístico, breve aplauso y la llegada de un
tipo de mantenimiento que me da las gracias y se ofrece a recolocar
todos los trastos que he movido. Acepto encantado y es cuando me doy
cuenta el efecto sedante que han tenido los aplausos en mí.
Mientras regreso a mi puesto pienso en que ya no deseo matar cruelmente a
Javier, el gran Jota, me conformo con castrarlo lentamente, con una
cuchara. La ocurrencia me hace sonreír, hasta que la sonrisa se hiela en
mi cara –sé que es una frase hecha, no se me ocurriría ponerla en una
canción, pero es exactamente lo que me pasa, se queda allí, como
dibujada bajo mi nariz, muerta como un bacalao seco– cuando veo salir de
uno de los camerinos a Javier detrás de la joven larga, que intuyo ha
decidido marcharse y poner fin a lo que sin duda es una discusión. Él
intenta sujetarla por el brazo, pero ella se gira e intenta fulminarlo
de una mirada, no sé si lo consigue, pero el gesto de Jota no es un
intento demasiado serio de retenerla, así que ella se suelta con
facilidad y desaparece por el pasillo. Javier se gira, dejando tras de
él algo que me suena a un curioso cóctel de sorpresa y desagrado y un
segundo antes de entrar en el camerino me descubre.
–Gordo, Gordo... Tienes el puto poder de estropearme las novias.
–No sé qué coño quieres decir.
–¿No lo sabes? Apareces con tu cara llena de granos y todas se ponen protectoras contigo.
–¿Protectoras? Bueno es saberlo. ¿Esta también? No la conozco, no creo haber hablado con ella nunca.
–Ya lo sé, bobo. Me prometí no dejarte acerca nunca más a ninguna.
–Bueno, lo has conseguido. Nos vemos luego.
Continuo mi camino, pero el corredor es estrecho, él no se mueve del
centro y el resultado es que no hay suficiente espacio para que yo pase
sin arrollarlo. Javier tiene las pupilas como cabezas de alfiler y eso
en sus ojos azul topacio producen un efecto perturbador. Se siente muy
bien, muy confiado. Parece un niño dispuesto a torturar una lagartija,
un niño que te dice: mira, voy a ignorar su cola y a cortarle una de sus
patitas. Cree que se está quitando una careta, lo hace porque su yo
real me desagrada y él bebe, se alimenta de mi desagrado; no sé por qué
se molesta en apartarla, yo hace mucho que sé verle sin ella.
–¿Qué te ha parecido la actuación? –pregunta.
–No la he seguido. Tenía trabajo, ya ves: impedir que peluquería les sacase un ojo a los clientes con las tijeras.
–Eres muy ocurrente, siempre lo has sido. Lástima que como músico...
bueno creo que ya sabes lo que pienso sobre ti como músico. ¿No?
–No es ningún secreto, más o menos lo que yo pienso de ti como persona: limitado.
–Limitado. Ves eso es a lo que me refiero, tienes una habilidad con las
palabras, para deshacer el nudo de una estrofa. Púas te idolatra, al
final puede que tenga que darle su parte de razón. Hablando de partes
–hace un gesto hacia la puerta del camerino– ¿quieres pasar a mi
despacho? Podemos hablar de negocios, quizás hasta de… ¿pagos atrasados?
Me estoy volviendo a cabrear, en una forma diferente, no es una
explosión de furia, es más como una cazuela que comienza a hervir en el
fuego. Un agua que comienza a poblarse de solitarias burbujas gruesas
que parecen ojos de pez.
–Así que ¿hablamos?
Acepto, detesto a Javier, pero de un tiempo a esta parte he descubierto
que también detesto los focos, los cables, los andamios, las torres y
todas las mierdas imprescindibles que llevan adelante el espectáculo y
el cabrón ha hablado de dinero.
El camerino de Javier es pequeño y con ese aire de provisionalidad que
tienen todos los camerinos, aun así, el que tenga un camerino individual
cuando solo está aquí para grabar tres temas dice mucho del nivel que
se le supone en el show business. No está lleno de ramos de flores,
agentes de prensa y maquilladores personales, pero todo llegará. Javier
se sienta en el sillón principal y me invita a hacerlo en un banco junto
a la puerta. Nos quedamos mirando un segundo sin hablarnos. Levanta una
revista situada estratégicamente y descubre una funda de CD donde
descansan dos líneas de un polvo amarillento.
–Esta mierda es sensacional. ¿Quieres?
Niego con un gesto de la cabeza, él con un mohín de disgusto, aspira una
de las rallas con un trozo de pajita de refresco, cierra los ojos e
inclina la cabeza hacia atrás. Se queda así unos segundos, que se
alargan hasta medio minuto. Ahora es él que parece una funda vacía, el
resto de un hombre. Reacciona y continua la conversación como si nunca
se hubiese interrumpido.
–Tú te lo pierdes... Ladrón de Discos, sabes
yo también robé unos cuantos en mis tiempos. Sí, es un buen tema. Nunca
se me hubiera ocurrido como argumento, claro debe ser porque nunca me
pillaron.
–¿Solo robaste discos? ¿Ninguna otra cosa?
–Tampoco me pillaron.
Sonríe. En su sonrisa está todo el desprecio que siente hacia todos los idiotas, como yo, que se dejaron robar o coger.
–De todas maneras, Ladrón es una buena canción, tenías el germen de una buena canción.
–¿Cómo te hiciste con ella, Javier? ¿Entraste de noche por una ventana en mi casa?
–No tengo ni idea en que cuchitril vives, ni donde está. Fue Teresa,
¿sabes? ¿Recuerdas, la fiesta de cumpleaños? Tú escondido en un rincón
lamiéndote las heridas. Eres un exhibicionista de tu frustración. Te
sentaste en la cama donde ella durmió muchas veces de pequeña y te
pusiste a maullar esperando que alguien te hiciera caso. En algún
momento saliste a conseguir otra copa y ella simplemente le dio al play de su viejo radiocasete. Grabó veinticinco minutos del buen viejo Gordo unplugged.
Estuvo quince días dándome la vara con lo brillante que eras y todo lo
que debía hacer por ti, puso tantas veces la puta cinta que al final le
pillé el rollo, siempre te acabo pillando el rollo. Teresa, joder, nunca
entendió nada de este negocio, nunca entendió nada de sí misma, nunca…
Javier parece recordar algo que se le escapa, los ojos se le cierran, se obliga a despabilarse.
–… una mierda cojonuda. ¿Seguro que no quieres una poca?
–No seguro, tú ya has terminado, yo he de desmontar.
–Pringado.
Parece pensárselo un momento, mira a todas partes y a ninguna, sonríe y
se inclina sobre el CD y sorbe la otra raya con rapidez, luego chupa con
esmero el dedo que usa para limpiar los restos.
–...una mierda cojonuda.
Es la pura imagen de la felicidad, si la felicidad tiene que ver con la
palidez y la laxitud. Cierra los ojos y se queda roque un largo minuto
antes de continuar hablando ajeno a la desconexión.
–Gordo, no toda tu mierda es aprovechable, pero hay cosas que están
bien. ¿No te lo he dicho? Puedo pagarte por ellas, comprártelas. Pierdes
los derechos, los royalties claro, pero pillas una pasta, seguro. El
mismo trato que con Púas. Sois mis muchachos, empezamos juntos, ¿no?
Pondré tu nombre al lado del mío en los créditos, en Ladrón de Discos. En la cinta hay dos más que... podríamos... trabajar.
Continúa hablando, dejo de escucharle. Mi nombre al lado del de Javier
en los créditos, eso me abriría algunas puertas. Pagar, ha hablado de
pagar y soy un puto avaro codicioso, todo el mundo lo dice, hasta yo he
acabado creyendo que recoger pasta porque no tienes una casa a la que
regresar es ser codicioso. Dejo también de observar a Javier y me miro a
mí mismo en el espejo, que cubre la pared tras él. Nunca me he gustado,
físicamente hablando, creo que tendría un problema psicológico si con
esa pinta que veo reflejada allí al fondo, rodeado de bombillas mates,
me gustara. Que no me guste no significa que me odie, me desprecie o no
me respete. Vale, he tenido que aceptar que con esta pinta nunca voy a
ser una estrella, un cabeza de cartel, los tipos con mi cara nunca lo
son en este negocio. No tengo tampoco la firmeza o la elasticidad de
espíritu para ser un actor de carácter. Podría dar la pega como
secundario y dejar que me pelaran en el segundo acto. A Púas no le ha
ido tan mal, ha estado en América, respetuosamente un poco al lado, un
poco más atrás. ¿Yo sabría estar ahí? Ser el secundario cómico de
Javier, cuya voz se vuelve más pastosa y hace más paradas mientras
parece buscar la palabra adecuada. Es igual no le escucho, pienso en
Teresa, grabando mis canciones, a escondidas, intercediendo por mí ante
el altar de Baal.
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Pobre chiquilla, no sé si no entendía nada de este negocio, pero desde
luego no entendía nada de Javier. ¿Por qué pienso en ella en pasado?
Porque está muerta me contesta una voz interior. Porque él la mató. ¿Por
qué dices eso? ¿Cómo lo sabes? Qué sabes de las mujeres, del amor, de
las parejas.... Tu única guía es el comportamiento de los galanes en el
cine. En mi imaginación disfrazado de John Wayne –¿recuerdas aquel
chaleco de piel de vaca?– le sujeto de la pechera y lo levanto en vivo,
acerco mi cara a la suya y le escupo más que hablo con mi voz más
gruesa: eres malvado, Javier, rompiste una cosa
hermosa solo por ver como se rompía. Eres malvado, Javier, no protegiste
a la dama, la arrastraste a tu camino oscuro. Un camino oscuro del que yo no pocas veces me he ocupado del avituallamiento.
–¡Joder! Qué globo.
Javier se desliza por la silla y queda desarticulado en el suelo. Sufre
dos, tres arcadas e intenta expulsar, vomito y bilis, pero tiene la
cabeza en una posición que no ayuda. Dejo de mirarle, pienso en su
propuesta, en las ventajas e inconvenientes que tendría para mi carrera,
–sí, mi carrera; mi vida; mi yo–, mientras, miro el reloj en la pared y
veo la aguja de los minutos avanzar lentamente. Quince minutos después,
sin tomar ninguna decisión, salgo del camerino.
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