Quince minutos -Capitulo VIII a- A new kid in town

Ahora toca esperar. Que acabe la jornada, que Ramoncito conteste. Solo podemos quedarnos mano sobre mano y ver el tiempo pasar. Deja de sonreír, creo que ya te he calado, es en momentos como este, en que al final se acaban todas las distracciones, cuando aprovechas para preguntar.



 Mis recuerdos, para mí, son importantes –todavía no he llegado al punto, ese que cuentan, en que parece más vivido el pasado que el presente o las migajas de futuro que te quedan, pero casi. Con práctica lo conseguiré, no te jode– lo que no entiendo es ¿por qué lo son para ti?
Pues eso: recuerdo que no tengo todavía dieciocho años, solo faltan unos pocos días, pero ya no importa, porque estoy subido en un tren en dirección a la capital, la corte, la villa. Como quieras llamarlo.
No creo ser un pueblerino cegado por las luces de la gran ciudad, ya he tenido mi ración de ellas y aunque repetiría parece que, por ahora, para mí el bar está cerrado. Estoy muy tranquilo, tanto como puede estarlo un niño que desconoce su propia fragilidad y confía en que tiene tiempo por delante para aprender y subsanar todos sus errores. Podría haber ido al Norte, o a Londres, o a Marruecos. No voy a Madrid porque viva un momento de explosión cultural y artística y bla bla bla, ni siquiera me he enterado de eso. Todo lo cultural y artístico que he visto de los madrileños era, más o menos, lo mismo cultural y artístico que he visto en mi ciudad. Me voy a Madrid porque tras una llamada telefónica al número escrito en una tarjeta que me dio un tipo en un lavabo, una llamada en la que no tenía, ni dejaba de tener, esperanzas he conseguido un empleo.
Soy el Gordo, desde el primer día tuve reputación de fuerza física y compromiso. Por eso creo que puedo permitirme hacer una declaración, escúchala piltrafilla: el ochenta por ciento del arte, del espectáculo, todo eso que se engloba en lo cultural, es cargar y descargar furgonetas. Si no lo crees pregúntale al Carbonero, un pilar del Rock Layetano, engendro condenado a muerte por exceso de virtuosismo. ¿Alguien recuerda a Max Suñé?
Y gracias a mi físico allí voy, en un viaje que se puede hacer largo, muy largo, como no te deja de recordar el traqueteo incesante que agita todo el vagón y cada uno de sus compartimientos en los que dos filas enfrentadas de cuatro asientos, corridos y de respaldos rectos, solo dan para acoger a pasajeros más bien raquíticos –que no es mi caso–. Sobre los asientos, enmarcadas y fijadas a las paredes, fotos en blanco y negro de temas ferroviarios roídas por el tiempo hasta ser irreconocibles. Solo cinco horas y ya estamos llegando a Zaragoza, ríete del tren bala.
Voy jugueteando con las dos tarjetas que son mi salvoconducto para el gran mundo, la de la productora madrileña que me ha contratado y la de Baltazar Armada, representante de talentos. A veces me las paso entre los dedos con la destreza del peor tahúr del mundo, otras me las meto en el calcetín y me olvido de ellas un rato, que también es una manera de tenerlas presentes. Porque sí, tengo un empleo, pero no son más de dos semanas de corre—que—te—pillo con la productora, que además de musical también resulta ser cinematográfica, rodando una película para la mayor gloria de dos cómicos costumbristas y las tetas de diferentes vedettes. No conozco mucha peña en Madrid, ni en ninguna parte, pero la tarjeta de Baltazar Armada –representante de talentos, una profesión muy especializada del ramo de la hostelería– me parece mágica, sé que él podría conseguirme algo a poco que se esforzara y no me refiero a un contrato discográfico, sino algo más prosaico –puede que unos pocos bolos–, mientras pongo en orden unas estrofas y busco unos tipos que quieran rockear sencillo y directo al corazón. Paso el rato entre estación y apeadero desierto dándole vueltas a la posibilidad, convenciéndome que ya ni siquiera tengo por qué ser la cenicienta del combo, que además de puntos flojos, tengo mis habilidades y en su momento sabré explotarlas.
Me lo repito mil veces en las siguientes semanas, mientras sorprendentemente todo me va más o menos bien. Encuentro un hostal barato y solo pernocto un día en él, a la noche siguiente ya estoy compartiendo piso con más notas de la infantería cinematográfica y eso no es tener un hogar, pero tampoco estar en la calle.
Por las noches la gente se agolpa a las puertas de los nuevos locales de moda y yo me acerco a las puertas traseras a pedir trabajo. ¿Mi presentación? Soy de Barcelona, estoy currando en el cine, mi grupo se ha disuelto, ¿no conoces Bésame?, llámame Gordo, todo el mundo lo hace.
Consigo un bolo en un garito, subo la distorsión a tope, bajo el volumen al mínimo, prácticamente recito mis canciones y alguna del noi del Poble Sec sobre un fondo saturado y ruidoso. Cosecho aplausos. La gente me paga copas que rechazo. Clavo cartelitos en tablones de anuncios: se ofrece guitarra, se busca grupo. Echo una mano montando un escenario, luego otro. Toco en otro garito, delante de una gente muy pasada que no aplaude, ni grita, ni nada y después se acercan a preguntarme si he escuchado a Suicide. Hago audiciones, doy audiciones. Voy al rastro, me compro trajes de rallas viejos, intento tener una imagen. Leo a Neruda. Toco en otro garito, la gente aplaude. Monto otro escenario. Vuelvo a trabajar en otra película, con los dos cómicos de la anterior más uno nuevo, que su número es ponerse nervioso y hablar cada vez más deprisa, hasta que no se le entiende nada, excepto alguna palabra suelta que resuena como un portazo y desata las risas.
Luego viene una mala racha, sin bolos, sin trabajos, pero tengo dinero escondido en el colchón y no me permito preocuparme. Leo a Gil de Biedma; uso como punto de libro la tarjeta de Baltazar, pienso en llamarle cada día, pero no me decido. Quienes me llaman son los del Sosiego y me proponen un bolo de relleno, un día que no sé quién ha fallado. Acepto, claro.
Hay tipos que llaman al Sosiego el Sosegón, que es el nombre de una morfina sintética que los más extremos de la noche se meten, sin saber que están liderando el comienzo de un descenso a los infiernos que ni siquiera se puede intuir. El local está de moda, en ese momento es lo más y atrae a una fauna cambiante que gira alrededor de un grupo de tipos y tipas con inquietudes artísticas, mejor o peor resueltas. Comienzo mi bolo pasadas las once de la noche, lo que me parece un poco tarde para el espectáculo que tengo montado y por eso acelero un poco el pitch de todos los temas y doy más guitarrazos. Acabo gritando a Neruda sobre un fondo de acople de guitarra y cuando pienso que me van a sacar a patadas del local la gente casi lo revienta a aplausos. Intento retirarme del escenario, pero la gente pide más. En ese momento veo al gran Baltazar Armada, representante de talentos, entrar por la puerta con un grupo de gente que no conozco excepto ¡oh! Javier. Decido que es un buen momento para tocar otro tema, lo presento.
–No os hagáis los locos, sabéis de que estoy hablando, seguro que sois expertos y si no ¡todo lo puede la práctica! Para vosotros: Pajas mentales.

Pajas, Pajas mentales
las que yo me hago nena
para no pensar en ti.
Mientras me imagino
con mucho dinero
arrogante, flipado, elegante
montado en un globo
cargado de diamantes
Pero eso no son más que pajas
Pajas mentales
las que yo me hago nena
para no pensar en ti

 Es mi arreglo de Pajas, no tengo la voz de Javier, mi guitarra no es tan suelta como la de Púas. Pero soy un tío enorme con un traje a rallas gritándoles a todos que él tampoco sabe cuánto tiempo va a poder continuar engañándose. Y es viernes en una época en que todo parece posible, pero nadie se lo acaba de creer. La gente aplaude y salta, yo saludo y entre todas las caras veo a Javier que me está mirando y no parece muy contento de verme, nada contento.
Durante la hora siguiente, recojo el equipo, hablo con chicas y chicos de peinados increíbles, recibo palmaditas en la espalda y de reojo veo el deambular de Javier por la sala hasta que arrincona a Baltazar Armada y tiene una conversación con él no muy amistosa que acaba de sopetón cuando decide largarse acompañado de unos cuantos a otro sitio.
Baltazar demuestra un conocimiento profundo del local, se cuela por un lateral de la barra mientras intercambia unas frases con el camarero y se pierde en el office. Yo decido que es un buen momento y salgo detrás de él, sin una intención clara. Lo atrapo en el muelle de carga trasero, que el local comparte con todos los talleres y tallercitos que dan vida al barrio durante el día. Está fumando y mirando a ninguna parte con un gesto tenso en la cara. Me oye llegar y se gira, veo el reconocimiento en su cara.
–¿Señor Baltazar?
–¿Gordo?
–¿Me recuerda?
–Claro. Felicidades. Un buen espectáculo, un jodido buen espectáculo.
–¿Cree qué podría funcionar en una sala más grande?
–No.
–Yo tampoco.
–Me sorprendes. Todos los putos músicos os creéis que vuestra mierda es oro.
–No me creo capaz de cagar lingotes, soy un chaval muy normal, fíjese en mí, tengo una pinta que solo se puede clasificar como de inocentón. No lo niegue lo vi en su cara el día que me dio su tarjeta. Creo que es usted una persona con gran capacidad para reconocer el carácter de la gente con una sola mirada, aunque no se puede acertar siempre.
–¿Lo dices por ti?
–¿Por mí? No, hombre. Lo digo por Javier. Tengo una duda, no me cabe en la cabeza que a él se le ocurra de motu propio, ¿se dice así?, es igual; que se le ocurra eso de irse a registrar el nombre del grupo, canciones, apropiarse de todo ese... bagaje artístico. Apropiarse de algo no dudo que sea capaz de hacerlo, pero tanto papeleo me parece más cosa suya. ¿Me equivoco?
¿Qué coño estoy haciendo? No es así como tenía que funcionar una conversación con este tipo, yo tenía que ser más diplomático, olvidar que… ¿se alió con Javier para joderme? ¿Estás seguro de que paso eso? Igual mi subconsciente esperaba que se deshiciera en disculpas o más bien que lo negara todo o… ¡qué coño!, ni siquiera recuerdo por qué estoy aquí ahora, como no sea estirar de la lengua a este capullo antes de darle una hostia, creo. Baltazar me está mirando como más interesado.
–¿Quieres un cigarrillo? –es su respuesta.
–Paso del tabaco, no coloca, mata, tengo una voz que cuidar.
–Muy poca voz –dice, torciendo un poco la boca, en una mueca que diría quiere ser simpática.
–Me va a hacer llorar.
–Seguro, pero no por eso. Igual piensas que te debo algún tipo de explicación, yo no lo creo, pero te la voy a dar. No te mentiré: sí, yo me encargué del papeleo, yo registré ¿cómo lo has llamado?, ¿el bagaje?, pero lo que no fui es al que se le ocurrió la idea. Para mí el grupo estaba casi perfecto cuando lo descubrí, al 75% de perfección para ser exactos.
Baltazar se me queda mirando, parece que espera que diga algo, que le acuse de mentir, que me sulfure, pero yo estoy dispuesto a escucharle, se está bien aquí afuera, la temperatura es agradable y yo he recordado que nunca fue mi intención soltarle un bofetón, sino que me consiguiera trabajo. Mi tranquilidad parece agradarle así que continúa con su charla.
–No sé como ves esto, el espectáculo, la música, como quieras llamarlo, pero ante todo es un negocio. Vosotros, el grupo, erais una posibilidad de negocio y a eso es a lo que me dedico yo: a hacer negocios. Erais una perita en dulce, un idiota en alguna parte se había equivocado y antes de repasar vuestro contrato le había dado a la tecla de play en la máquina de hacer discos. Fue la casualidad la que os puso en marcha, siempre es la casualidad. Cuando os encontré solo probé a empujaros un poco, intentar que cogierais velocidad, unos os embalasteis más que otros, pero te aseguro que no en la dirección que yo había supuesto. No esperaba una competición de egos tan fuerte, que empezarais tan pronto a daros codazos.


Baltazar da una chupada al cigarrillo y sonríe, igual no la esperaba tan pronto, pero su gesto proclama que no es la primera vez que la ve.
–Te aseguro que la idea de dejarte fuera no fue mía ¿un rítmica fuerte, feo y formal, que compone cosas románticas? ¡Te llena el fondo de la foto! ¿Quién no lo querría? Cuando no apareciste, quedé un poco decepcionado.
–¿No aparecí dónde?
–En la negociación coño, la negociación. Ninguno de los dos te aviso. Nuestro amigo Jota ya sabemos como es, ¿no? Pero de… ¿Jorge?, ¿era Jorge? Sí, no me lo esperaba. Aunque él juró que simplemente se había olvidado. Puede que pensara que contigo fuera... es igual, si llego a pensar en algo no le funciono, Javier, bueno él lo quería, lo quiere todo y está dispuesto a hacer lo que él cree necesario para conseguirlo. La negociación acabó con muchos chillidos y con cada uno por su lado. A la primera, eso no lo había visto nunca.
–¿Y Parches?
–¿Quién? ¡Ah! Claro, el batería. Esto sí que fue idea mía, mi primera condición: no podía continuar en el grupo, si él no iba fuera, no había nada que hablar.
–¿Parches? ¿Por qué? Es bueno.
–No entiendo de técnica musical; lo que sí que entiendo es que no puedes tener un camello en el grupo. Ninguna compañía meterá pasta en algo que pueda derrumbarse a la primera redada. ¿Es tan difícil de entender? No, claro. Pues eso, incluso antes de la primera conversación en privado el batera estaba fuera. Luego caíste tú, pero insisto: yo ahí no tuve nada que ver.
–¿Por qué? –pregunto, aunque no a él, sino a mí mismo y la respuesta que me doy es que soy demasiado malo y pierdo el ritmo, por eso lo que me dice Baltazar me parece increíble.
–¡Yo qué sé! Eres demasiado grande, demasiado alto, demasiado feo, demasiado algo. ¿Quieres saber mi opinión? Demasiadas veces tienes razón, en eso que a los músicos llaman cuestiones musicales.
– No entiendo.
– ¿No entiendes? Acabas de cantar Pajas Mentales hay dentro. Sí, la recuerdo, ya lo creo. Yo quería que fuera el próximo single, un estribillo pegadizo sobre un ritmo fuerte, una canción en que un tipo proclama su inseguridad ante el mundo de una manera ligeramente obscena ¿No te parece que tiene posibilidades? ¿Recuerdas cómo era al principio? ¿Un himno de chuloputas? Eso puede tener su gracia con un combo más asentado...
Entonces me doy cuenta de que Baltazar está poniendo en palabras algo que era un pensamiento no muy elaborado en mi cabeza. Porque tú no la debes haber oído nunca, pero la letra original era: Pajas, pajas mentales, son las que tú te haces, nena, cuando piensas en mí... y mientras la tocábamos Púas y Javier jugaban a ser símbolos sexuales , intentando poner cachondo a un local de ensayo, a una platea vacía. Aunque el riff –de Púas– era, es, sencillo y poderoso a mí como canción me parecía falsa. Ninguno teníamos una corte de admiradoras, Javier tenía presencia, pero era rollo distante y místico, Púas…quizás ahora, pero entonces... No me parecía una canción para nosotros. Cuando propuse: Pajas, pajas mentales, las que yo me hago nena, para no pensar en ti... y aceptaron cambiar la persona verbal, cambiar el enfoque al del gran Gordo lloriqueando su frustración y vieron que conectaba con la del público, para ellos fue una sorpresa, habían aceptado el cambio casi como una broma. Pajas no era su favorita, para ellos era humorística, una cara B –como si tuviéramos cien discos–. Para mí era sincera, para Baltazar, para el público resultó que también.
– ¿Y me quedo fuera del grupo por tener una buena idea?
– Y por la pasta claro. Tu tanto por ciento ¿cuál iba a ser? ¿Ibas a aceptar una propinilla? ¿Comenzarías a tener opiniones propias? ¿Opiniones que pudieran tapar las de otro? ¿Justo ahora que parecía que se les habría un futuro? No creo que llegaran a pensar mucho en ello, todas las razones para prescindir de ti eran buenas razones para que Jota prescindiera de Jorge ¿no? Vamos, él no vino y me dijo: vamos a registrarlo todo, vino y me dijo: Voy a lanzar una carrera propia, haré esto y lo otro ¿me falta sellar algún papel? El grupo que había descubierto se me había deshecho entre los dedos antes de empezar. No perdí mucho tiempo llorando, tenía que elegir: un solista, la voz y la pinta o el guitarra. Jorge no está mal, pero era una apuesta más arriesgada. Mierda, todas son arriesgadas, por eso se llaman apuestas.
Hace un poco de fresco aquí afuera. Nada ha cambiado, solo conozco un poco mejor los detalles. Siempre estuve un poco acojonado con que me echaran del grupo. Al final lo hicieron.


–¿Javier se llama Jota ahora?
–No se ha calentado mucho la cabeza con el nombre, pero creo que funciona, ¿cómo lo ves?
Sobado, se de uno, no, de dos, que cargan el mismo mote, pero...
–Sí, funciona, además Javier siempre me deja un regusto como a cole de curas.
–¡Exacto! Jota es tan tonto... que es más personal. Gordo, también está bien, hay que ser muy... sólido para llevarlo con dignidad.
–Se hace lo que se puede.
–Con eso que estás haciendo ahora nunca llenarás salas grandes, pero hay muchas pequeñas, no creo que te falten bolos.
–Eso espero.
–Quizás pueda conseguirte algo. ¿Tienes un agente? ¿Has firmado algo?
–Nunca firmo nada. No recuerdo quién me lo enseñó.
–Ya hablaremos sobre eso. Por otra parte ¿te interesaría un trabajo?
–Un trabajo, ¿qué tipo de trabajo?
–Me tengo que inventar el nombre todavía, pero en principio es aprovechar un don que tienes.
–¿Qué don?
–Que Jota te odia y te teme a partes iguales. No acabo de comprender por qué, eres un tipo muy normal, no como él que es un jodido psicópata.
¿Javier me odia? Nunca he creído que me amara, ni siquiera que me tuviera excesiva simpatía. Vale, fui a una comisaría y le denuncié, que se joda, haber apartado sus putas manos de mi Marshall. ¿Fue personal el robo? Me robó a mí o solo robó a un cualquiera que tuvo a mano; ¿importa? Javier lo quiere todo, y lo quiere ahora, sí no lo tiene culpará a otro. Sí que es un puto psicópata. O no.
–Javier, Jota, no me odia, como mucho me desprecia.
–No me pondré a hablar sobre los sentimientos de Jota, dejémosle que lo haga él en sus canciones. No entiendo por qué, pero a la gente parece que le gusta…

 

 

Baltazar ha dicho antes que no entiende de música, ahora más o menos ha vuelto a decir los mismo. ¿No entiende por qué? Porque Javier es jodidamente bueno, y una rata, pero bueno del copón. ¿En qué exactamente?, todos los tipos que estudian música son buenos músicos, al menos mejores que yo, ¿de qué hablamos cuando decimos que es bueno?, ¿en dar la última capa?, ¿en quitar lo que sobra? Sé que es bueno en… Baltazar me está hablando y dejo estar mi intento de poner nombre al don de Javier.
– … y pienso, mientras me sea posible, potenciar esa parte de su… actividad sobre todas las demás. Gordo, Jota ahora mismo tiene un contrato. Un contrato con una compañía no consiste solo en quedarte en casa a escribir canciones y cuando estás preparado irte a un bonito estudio y grabarlas, también hay que estar disponible para gente, ir a sitios, sonreír o llorar en público y también no ir a según que sitios y no hacer según qué cosas, al menos a la vista de las cámaras.
– A Jota no se le dan muy bien los horarios.
–Pero a ti sí. ¿No, Gordo?
– Sí.
– A un artista... maduro, le daría más cuerda. Pero a Jota no. No quiero que aprenda a conducir estrellando mi coche. Le pienso poner un collar, para que no vagabundee demasiado, este collar serás tú.
–¿Collar? ¿Cómo?
–Jota no tiene un duro Gordo, por eso tendrá que seguirte.
Y de forma desenvuelta Baltazar me habla sobre horarios, billetes de tren, hoteles y sobre todo de una bolsa que tiene el bonito nombre de gastos operativos. Una bolsa cuyos cordones estarán en mi mano y no en la de Javier.
–¿Te ves capaz Gordo?
–Joder, claro
–Me parece que voy a llamarte productor ejecutivo asociado. ¿Cómo suena?
–Como un trabajo.

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