Quince minutos -Capitulo III- Mi vecina + Elogio del Furullo
Pues ya es otro día. Continuo en ese punto en que odio el mundo en
general y a mí mismo en particular, y considero la lucha armada –o la
guerra química– instrumentos racionales para resolver casi todo, en
medio de este estado de animo suena el timbre de la puerta y
seguidamente se abre y entra mi vecina.
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David Trueba-Desparametrización 002 Imagen original Pedro J. Pacheco |
Mi vecina tiene treintanosecuantos, ni muchos ni pocos. Es un poco rollo Betty Page con dilatadores en las orejas, y tatuajes y más delgada y más de todo; como son las chicas de ahora, vamos. Las razones por las que tiene las llaves de mi casa son las mismas por las que las tuyas las tiene alguno de tus vecinos. Por qué hace un uso tan liberal del privilegio solo lo sabe ella. No existe ningún tipo de ligamen romántico entre nosotros, ni existió, ni existirá, quítate cualquier esperanza de que suceda en estas páginas, además detesto las novelas románticas, más las novelas románticas verdes –esas que sospecho son las que llevan encuadernadas en papel de regalo algunas chicas en los autobuses–. La verdad es que me salto las escenas de sexo en las novelas. ¿Por qué? No soy ningún beato, puedo mirar porno perfectamente. Pero igual que en una de esas no me parece correcto que Foxie Dee se saque el pene de la boca y mientras lo masajea pregunte a su partenaire si ha leído La Tía Julia y el Escribidor tampoco me gustan las descripciones demasiado gráficas de los amores de las Madame Bovary de turno, ¿me explico? ¿No? En fin. Que mi vecina y yo nada, debo parecerle un dinosaurio y ella a mí me da miedo. Ya está, ya lo he dicho, punto.
¿Te parece que este libro es una mierda? ¿Que no pasa nada? Todo el rato solo un tío con un curro de mierda y mala salud, enfadado con todo el mundo y lloriqueando porque... ¡Ni siquiera sabe por qué! Encima ni una teta ni un beso. ¿No guardaste el tique de compra? Sigamos entonces. Gilipollas.
Entra mi vecina por la puerta armada con esas llaves del piso –que nunca me he atrevido a pedirle que me devuelva–, entra toda decidida, haciendo repicar sus tacones sobre el suelo desnudo, hasta quedarse plantada dos pasos después de la entrada del salón comedor, desde donde se me queda mirando. Tengo la sensación de que todo lo que hace tiene un ritmo interno que solo ella conoce: hago esto y hago esto y hago esto, como si esperara las reacciones de un público invisible o que alguien le diera al botón de play de las risas en lata. Nada, que se queda ahí calibrándome. No hay mucho que ver, solo un tipo con las proporciones de una nevera de dos cuerpos, cubierto solo con pantalones cortos, detenido en mitad de un improbable movimiento de Tai Chi en medio de un salón prácticamente vacío.
–Te oí gruñir, me preocupaste –me dice con su voz de profesora de párvulos.
–¿Te preocupaste? Es un movimiento difícil, no me salía, ya sabes me entusiasmé.
–Te entusiasmaste. Estupendo, es un gran cambio, tú entusiasmado por algo.
Siempre me descoloca, me habla en unos tonos que exigen unas cosas que
no sé qué pueden ser –ninguna de las que piensas, esas sé reconocerlas–
estoy a punto de enviarla a la mierda, pero sé que no me va a hacer
caso. Por lo pronto se sienta en mi silla y cruza y descruza las piernas
hasta que se encuentra fotogénica y se encara conmigo.
–Gruñías y hablabas solo, estás raro. Más raro.
–Siempre gruño y hablo solo, es mi privilegio, cuando tengas mi edad lo entenderás.
Me ignora, intenta sacarse una imaginaria cutícula con los dientes de
unos dedos que sé impecables, puede pasar un rato hasta que se digne
dirigirme la palabra otra vez. Hoy no tengo paciencia para continuar con
mi vida como si ella no estuviese presente, así que le hablo.
–¿Qué haces? ¿Pasas el día con lo oreja pegada a la pared?
–Se escucha todo sin necesidad de pegarla.
–Las paredes son de papel.
–No, pasa porque tienes el piso vacío.
Eso es cierto, básicamente no tengo nada. Solo lo absolutamente
necesario, una mesa, una cama, una silla, … todas piezas muy chulas, eso
sí, pero solo una. Todo un poco demodé y sólido. El verdadero lujo es
el espacio. Lo dice un anuncio de la tele, o sea que es verdad.
No soy decorador de interiores con ideas novedosas, hasta hace un par de
años mi casa era como cualquier otra; que digo ¿cómo cualquiera? Era
peor, la de un soltero con tendencia a acumular... ¿bienes culturales?,
sí, eso .Sobre todo, discos, libros, revistas... todas esas cosas que
están a un paso del contenedor o el museo. Todo desapareció en el
incendio, todavía me siento culpable y ni siquiera fue mi casa el
origen, sino el piso de abajo. El abuelo que vivía –no consigo recordar
su nombre, esto también me hace sentir mal– puso la comida al fuego, se
fue a la sala a ver las noticias y se murió. Luego se pegó fuego a su
casa y de propina la mía. Asesinado por el resumen informativo. Podría
haber sido peor, para mí, claro; podía no haber tenido seguro. Podría no
haber tenido las guitarras catalogadísimas. Podría no haber tenido para
pagar a un abogado. Aun así, imagínate después de cinco semanas sin
luz, sin agua y sin gas –mientras rehacían las instalaciones– el cabreo.
Nada, que se quemó todo y decidí no tener nada, solo lo imprescindible,
solo cosas que realmente me gustaran, nada simpático o gracioso. Nada
por tenerlo todo de alguien. Nada de enciclopedismo. Nada de discos de
Yoko Ono. Lo cierto es que las cosas que más me gustaban, en las que me
gastaba dinero, los libros y los discos, entonces eran tan divertidas de
buscar como de comprar. Hoy en día no tienes que buscar nada, todo está
a un clic de distancia. Ha perdido la gracia. Por eso he dejado de ser
un acaparador.
–Hace días que no cantas…
Dice ella, sí continua ahí sentada. No es una pregunta, es una
afirmación en la cual hay implícita la necesidad de una respuesta. Ella
cree tener muchos derechos. Se ha autoproclamado presidenta y única
componente de mi club de fans. Ya no necesito fans; creo, y si un fan es
alguien que tiene la llave de tu casa y vigila tus idas y venidas,
menos. Mi silencio no la detiene, que va.
–No tienes nada nuevo; ¿has acabado aquella de la zorra que solo se lo hace con ricos?
–Entiendes las letras muy a tu manera, ¿no crees?
–Es lo que escribes.
No creo que sea eso, pero es igual, soy de la opinión de que debes
alegrarte cuando el oyente, los oyentes, tienen nuevas interpretaciones
de lo que dices, eso prueba de que has tocado algún tipo de resorte
primario que desconocías, pero estaba allí. También opino que las letras
surrealistas –rollo ya sabes tú quien, en según qué época– siempre
acabarán tocando algo en el interior del oyente predispuesto, pero eso
es hacer trampa, por mucho Nobel que te den luego.
–Toca algo –suplica.
–No.
Estoy deseando que se largue para continuar revolcándome en la mierda
esta de sufrimiento autoinfligido o quizá para intentar trabajar un poco
más en el par de putos versos que no paran de repetirse al fondo de mis
pensamientos. Debería pedirle las llaves o intentar tirármela o
cualquier cosa entre esos dos puntos, pero lo único que me sale es ser
cortante, sin llegar a ser desagradable, creo. En el fondo me gusta que
aparezca de la nada, cuando le da la gana y me sermonee con lo que
debería ser mi vida, me gusta la sensación de que le importo a alguien.
Aunque sea una tía que parece sacada de una comedía de situación. En
serio, ¿es ella real? Podría ser un puto delirio, a veces lo pienso.
No se quedará mucho más, confío, creo que es porque fuma como un
carretero y en mi casa no se puede fumar –le conté no sé qué de mi voz y
tal y se lo tragó–. Solo tengo que esperar a que la nicotina le pueda y
se marchará, no puede fumar y fustigarme desde el balcón.
–¿Por qué?
–¿Por qué qué?
–Porque no quieres tocar.
–No estoy motivado.
–¿Qué te motiva para tocar? ¿El público? ¿El exhibirte? ¿Propagar tu mensaje? ¿El qué?
Ya está otra vez entrevistándome. Sospecho que estudia periodismo y me
usa de conejillo de indias. O peor aún: está realmente interesada en mí.
Tengo una fantasía en la que tras mi muerte eruditos del mundo hacen
cola en el rellano intentando descifrar mi personalidad a través de sus
declaraciones. Es una fantasía bastante estúpida.
–Yo solo... no lo entenderías.
–Explícamelo.
–No y ahora largo.
Posiblemente tenga algo que hacer y acepta. Se levanta y gira sobre sí
misma consiguiendo que su falda y su coleta ondeen ligeramente al
unísono y se va sin despedirse, aunque me envía una última mirada sobre
su hombro antes de cerrar la puerta silenciosamente tras de ella.
Me vuelve a entrar la necesidad de buscar enloquecido por los bolsillos
de toda, toda, mi ropa, hasta en aquel bañador bermudas naranja que
nunca me he puesto, aun sabiendo que es imposible que pueda encontrar
nada remotamente fumable. He de aceptarlo y aceptar que, si es así, es
porque así lo he escogido. Soy un gilipollas.
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David Trueba-Desparametrización 003 Imagen original Pedro J. Pacheco |
Elogio del furullo
Mientras intento plantar un pino, leo una revista femenina que ha
aparecido en mi revistero. Mi revistero es de los años setenta y solo es
un cubo de una madera en un tono casi dorado, su cara superior abierta
deja ver unas separaciones –simples varillas transversales de latón–,
que ayudan a que las revistas queden plantadas y muestren sus cabeceras.
Siempre está vacío a no ser que esté leyendo algo, normalmente una Life o un Rolling Stone antiguo. Sí, soy un snob, un snob con un diccionario.
Ignoro si la revista es un descuido, un regalo o un mensaje, me da igual
o no, después de unos días a cara de perro con todo el mundo en
general, estoy demasiado cansado para preocuparme por más ataques a mi
espacio intimo.
Me pongo con una encuesta que me ha de ayudar a conocerme mejor, al
principio intento seguir el método de la revista, pero como las
alternativas que me ofrece para escoger –largos de falda, grosor de
cejas, cachemira o tweed,...– no me dicen nada intento recordar y
escribir en una lista las cosas que me gusta hacer, sobre todo por
rallar los márgenes de la puta revista –aunque luego pienso que hacer
esto puede ser tomado por no sé si por un descuido, un mensaje, o no sé
qué mierda y me vuelvo a cabrear.
Las cosas que me gustan son unas pocas, pero todas ahora mismo me
parecen muy complicadas, casi todas conllevan lavarse y salir a la
calle. No me siento capaz y me deprimo. No me siento capaz ni de plantar
un pino. Desde que no me drogo, además de mis patrones de sueño y mis
deseos de seguir viviendo, también ha cambiado la dureza de mis heces.
Mi mierda, hasta hace poco sin ser liquida era mucho más suave y
plástica, salía de mí sin esfuerzo a horas habituales, regular como un
reloj. Ahora es mucho más densa y me atrevo a decir que siempre de un
color amarillento, sea lo que sea lo que coma. Además, es mucho más
pegajosa y deja muchos más restos en la loza y tengo que tirar de la
cadena al menos dos veces y otra más para limpiar la escobilla. Todo
esto no sería problema si consiguiese expulsarla de mí, pero solo lo
consigo uno de cada tres intentos y me siento a punto de explotar.
¿Todavía sigues leyendo? Eres un puto masoquista. ¿No hay manera de que
dejes de leer esto? ¿Sigues esperando que pase algo? Yo también, algo,
lo que sea, además de confirmaciones una tras otra de que... ¿me acabo? Y
joder, quince minutos no son suficientes. No.
Pienso todo esto con la mirada perdida en el interior de la taza. Me
imagino como debe verseme, el aspecto que tengo: un tipo enorme que
definitivamente ya no es joven, con un estilismo de pena y fatal de
iluminación. Míralo ahí reflexionando sobre la mierda; como Catulo, como
Panero; ellos también acabaron fatal. Me meto en la ducha e intento
arreglarme un poco, tengo que ir a trabajar.
Hace buen tiempo y voy en dirección contraria al flujo del tráfico. Todo
el mundo parece querer ir a de dónde vengo, como si que yo ya no esté
lo hiciera más atractivo. No es algo que a estas alturas me sorprenda.
Al poco tengo toda la fábrica y sus lucecitas para mí y comienzo a
corretear por ella, que hoy toca. La longitud de la nave es de unos
doscientos pasos, si después subes a la planta superior, por una de las
escaleras de los extremos, la recorres y bajas por la del otro extremo
decidí hace tiempo que se considerarían quinientos metros, si lo haces
dos veces un kilómetro, diez veces cinco kilómetros y puedes parar,
aunque a veces no lo hago. Si consigues no pensar en nada a esas alturas
eres una máquina de correr –más bien trotar, soy un hombre muy grande–
en silencio y creo que podría continuar corriendo para siempre o hasta
que me estallase el corazón como los caballos.
No sé por qué corro, –mentira, hoy sí: intento mover mis intestinos– no
es por bajar peso desde luego, cuanto más ejercicio hago más denso soy y
más peso –ya te lo he dicho: tengo tipo de nevera, una nevera familiar
con un microondas encima–, tampoco es que coma demasiado. Como bien, sé
cocinar. No te relamas, nada de recetas de cocina, también me las salto
en las novelas. Antes en estas, en las películas, la gente solo tomaba
whisky con hielo y ahora a la menor oportunidad se ponen a hacer
canalones. Estoy convencido de que cuando una sociedad comienza a darle
demasiada importancia a los chefs es que se acerca el fin de los
tiempos. Lo juro.
Creo que corro porque huyo, huyo de mí mismo, huyo para no transformarme
en una canción –¡Eh! Esto mola–. Corro, huyo o lo que sea hasta que al
final me canso y paro.
En todos los años que llevo currando aquí, fuera de al principio o al
final de la jornada, nunca nadie ha llamado a la puerta o ha pedido mi
atención. Comienzo a estar relativamente seguro de que nadie lo hará
nunca. A veces fantaseo con trasladarme aquí definitivamente, instalarme
en alguna de las gigantescas naves almacén, hacerme un nido en lo más
alto de los ocho pisos de sus estanterías y vigilar desde allí arriba
los haceres de los humanos. Quizá secuestrar de cuando en cuando a una
de las obreras, arrastrarla allí a lo alto y obligarla a plancharme las
camisas. ¿no te parece gracioso? ¡Que te jodan! Me importa una mierda tu
opinión.
Me ducho con agua extremadamente caliente y luego muy fría y luego
caliente otra vez y luego muy fría, así unas cuantas veces hasta que me
aburro, salgo de la ducha y me seco en unos vestuarios que parecen
gigantescos solo conmigo para ocuparlos. Saliendo de ellos veo un diario
olvidado sobre una taquilla y lo pillo para echarle un vistazo. No dice
nada que me interese, las historias de siempre de tipos que se dejan
matar por la tierra, por una bandera, por dinero, por un Dios. No seré uno de esos tipos, nena, que se dejan matar por la tierra, por dinero o por una bandera. Son malas noticias, nena, tendrás que vivir con ellas, cuando ya no esté.
Mira, igual encontré un tema; podría ser la historia de un desertor, al
que todos llamarán cobarde y solo su chica comprenderá... No sé, el
tema social no me ha tirado nunca mucho, aunque lo he intentado nunca he
conseguido resultados satisfactorios, pero como queda mucha noche por
delante me pongo a probar.
Tengo un pito de esos que te dan la nota y pruebo a canturrear en A,
luego en Sol, continúa siendo una caca, solo un poco mejor. Intento con
una progresión sencilla, sencilla Sol, C, Re; pero suena como una
mierda, o mi voz es una mierda, o el tema es una mierda –¿qué coño sé yo
de desertores, guerras y esas cosas?–. Nada de nada. Lo dejo, es mejor
no insistir.
Con el sonsonete de los versos originales retumbándome en la cabeza ojeo
despistado el diario hasta que un nombre llama mi atención: Jorge
Galán. ¡Coño! Este es Púas.
Púas no sale en los diarios. Quizá muy de tarde en tarde en los
dominicales o en las páginas de televisión. Púas siempre fue un tipo
listo y se arrimó al árbol que más sombra podía dar en cada momento.
Tuvo una carrera musical como solista corta, en seguida se metió en los
arreglos y la producción, mientras, simultáneamente, fue durante un
tiempo el paladín de los desfavorecidos en el sindicato de músicos,
después el enlace con cerebro de la asociación de promotores. ¿O eso fue
antes? Es igual, pasó por todas partes, para acabar donde realmente
está la pasta: en La Sociedad de Autores. No sé cómo lo consiguió, a
quién tuvo que convencer, que prometió, pero ahora en perspectiva no se
puede negar que lleva toda la vida cerca de los que mandan. Tampoco sé
hasta qué punto es de los que corta el pastel, pero parece que siempre
hay un plato para él.
Pues eso, sí que a veces se ve a Púas en fotografías en color sobre
bonito papel cuché –al fondo y a un lado, aunque siempre enfocado–,
mientras la gente recoge premios, o es expulsada de la telerrealidad
hacia la realidad a secas, pero ver su nombre en la crónica judicial de
diario, me resulta curioso cuando menos.
Púas tiene problemas, leo, lleva tanto tiempo cortando el bacalao que ha
olvidado que el bacalao no es suyo. Es una dolencia común en este país.
Igual acaba entalegado y todo. No sé si alegrarme, entristecerme o
sentirme indiferente. ¿Qué debería sentir? Púas siempre fue un poco
capullo, pero visto desde la distancia hay que reconocer que él no me
timó, sí que una vez me dejó tirado, pero claro tenía que salvar su culo
primero y ni así lo consiguió.
Si vamos coincidiendo es por su iniciativa, si la sociedad de autores me
envía una felicitación por Navidad y entradas para saraos varios es por
él; aunque yo no le he pedido nada nunca. Lo único que me gustaría
recibir de él sería reconocimiento por Bésame y las otras. Una palmadita en la espalda ya que lo de los derechos lo veo complicado.
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David Trueba-Desparametrización 004 Imagen original Pedro J. Pacheco |
Una palmadita en la espalda, continúo siendo un niñato. Púas se dio
cuenta que el negocio musical ante todo es eso: un negocio, una rama de
la hostelería. Él, ya te digo, siempre fue un tipo listo. Y yo un
ingenuo.
Bésame entró por casualidad en las listas.
No era la mejor de todas las canciones que noche tras noche unos DJs,
que se veían a sí mismos como heroicos descubridores de tendencias,
seleccionaban entre las maquetas en cassette que atiborraban su buzón.
Era graciosa al principio y luego se iba volviendo oscura y desesperada,
la letra no se acababa de entender y la primera edición prensada salió
editada por un sello que llamó la atención de las compañías grandes
–grandes para aquí– justo cuando estaban ansiosos por fichar a quien
fuera de la nueva hornada.
¿Qué era la nueva hornada? ¿No te he dado la charla antes de que la
gente compra lo que le obligas a escuchar? ¿Que la promoción es todo?
¿Que el público es un atajo de borregos y los artistas también? Pues es
cierto el noventa y nueve por ciento del tiempo, hasta que un día, sin
avisar, sin que venga a cuento, el mercado se satura de la mierda que
hasta entonces estaba de moda y el rebaño comienza a dar vueltas sobre
sí mismo mareándolo todo, sin acabar de dar señales suficientes para que
los tíos listos descubran que es aquello otro que ahora les pueda
gustar. Hay quién achaca el cambio del gusto al relevo generacional o a
la fase de la luna, lo cierto es que un día te levantas por la mañana y
todos los chavales de tu barrio se han hecho heavys o llevan hombreras
enormes o alguna chorrada más espectacular todavía y se niegan a
escuchar, y a pagar, por lo mismo que sus hermanos mayores.
El otro día, por casualidad me encontré contemplando en la caja tonta a
un profesor de una arcana rama de la economía. Empecé a mirarlo porque
¡joder, el tío tenía cara de mono! Te lo juro, parecía sacado directo de
El planeta de los simios. El tipo hablaba
con una seguridad apabullante de temas que no sabía que existiesen, pero
al final soltó una frase que me llegó, digna de una canción: “Cuando
todo el mundo está de acuerdo en algo es que es mentira”. Le estuve
dando vueltas en la mollera, a la frase y a las cosas que había dicho
antes, hasta que entendí que, en su contexto, lo que significaba es que
cuando todo el mundo vende o todo el mundo compra algo, en realidad el
negocio ya ha terminado. En la música pasa algo parecido, cuando ya
tienes controlado lo que le gusta al público, cuando ya has entronizado
nuevos héroes y santificado una hornada de gurús, al negocio le quedan
dos telediarios. Antes en las Majors había
gente que se ocupaba de esta posibilidad, alguien con un despacho y
presupuesto. También había gente que iba por libre, con despachos y
presupuestos más pequeños, tipos deseosos de labrarse una reputación,
intentando descubrir a los Beatles... Ahora es otra historia, más
relacionada con criarlos desde niños y foguearlos en el canal Disney o
ver cuantos seguidores tiene un idiota en internet.
Lo que pasó es que cuando ya no se podía negar el cambio de tendencia
sellos pequeños fueron absorbidos de la noche a la mañana por los
grandes, sus catálogos fagotizados, y Bésame
se encontró otra vez en los escaparates, ahora con una portada satinada
y una vitela amarilla en una esquina en la que se leía... no lo
recuerdo, no sé si Novedad, 45rpm selección, Recomendado por..., algo
así.
No te lo pierdas, eso fue un error de la compañía, El grupo no tenía un
contrato transferible, que significa que...es igual si no lo pillas de
primeras no lo vas a entender con jerga de picapleitos. Lo cierto era
que Bésame sonaba por ahí, había una edición de miles de copias del
single –tenían hasta en los grandes almacenes– y el grupo era libre como
un pájaro, tan libre que cualquiera podía intentar derribarlo de una
perdigonada. Al poco apareció por el local de ensayo un tipo con la
escopeta escondida detrás de una sonrisa. Contar esto merece un capítulo
aparte.
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